Clear your mind
sábado, 29 de agosto de 2015
jueves, 6 de agosto de 2015
Lo pequeño se hace grande.
Andaba perdida por
buscar algo que no era mío. Caminando caminos ajenos hay pocos que puedan
llegar sin padecerlos. Desorientada y golpeada era poco fácil sonreír. Algunas
manos curanderas me guiaron en la oscuridad y me trajeron a donde estoy.
Mi refugio. Refugio es la gente que me acomoda el alma, que
me acaricia el corazón. Refugio es la gente que me roba sonrisas por el simple
gusto de verme sonreír, la gente que me abraza para darme el calor que me
falta, la gente que me escucha porque sabe que quiero hablar, la gente que me
espera porque cree que vale la pena hacerlo, la gente que me busca porque
entiende que me pierdo, la gente que me
empuja para que choque con mis miedos, la gente que me acompaña aunque no tenga
ganas de caminar, la gente que me ayuda aunque no me haga falta, la gente que
me acepta aunque no me entienda, la gente que me sostiene las penas cuando me
pesan las que ya tengo, la gente que me reta sin esperar que haga caso, la
gente que me promete y que cumple, la gente que pone música para mis oídos
aunque no le agrade, la gente que me grita cuando tiene que gritarme y luego se
disculpa por lastimarme, la gente que me dice verdades porque sabe que de
mentiras rehúyo, la gente que me regala tiempo sin esperar devolución. En mi
refugio nunca hace frío porque hay gente cálida, supongo que por eso me refugio
con esta gente alrededor.
Pero la gente no era suficiente si no había momentos. Así
que creé mis momentos de vida. Tomar un café con mi madre todas las tardes
posibles. Una siesta después de haber madrugado o comer después de horas con
hambre. Ponerme las zapatillas para ir a correr. Reírme sola en la calle bajo
miradas curiosas, o reírme hasta el llanto con algún amigo. Pintarme las uñas.
Leer un buen libro. Reflexionar en la ducha. Un mensaje de buenos días. Cantar
a los gritos. Mucha música y siempre y cada día por lo menos una canción de rock
y una de Miley. El olor de mi viejo cuando sale de ducharse. Los besos de mi
perro. Los consejos (y cargadas) de mi mejor amiga, o de mi hermana, o de
ambas. Encontrar plata en un bolsillo. El sol de media tarde. La playa, las
olas. Una cerveza con pizza.
Y me fui llenando, junté los momentos con la gente, hice que
todo eso tan pequeño y que parecía tan insignificante se volviesen mis pilares.
Los pilares que serían la base que me sostuviese si mis emociones se volvían a
tambalear. Siempre hay desequilibrios, siempre algún momento se arruina o alguna
persona falla, y estaba bien. Lo pude entender y lo supe aceptar, supe convivir
con ello. Desde entonces siempre veo brillar el sol en la mañana, aunque
llueva. Si alguna herida arde, la dejo estar allí, dolorosa pero segura de que
va a cicatrizar. Pude reír tranquila con todo lo bueno a pesar de saber que lo
malo me rompía hasta llorar. No tengo la seguridad de cuándo, pero había
asumido que las tristezas y las alegrías no eran contrarias sino
complementarias, ambas convivían y completaban ciclos, no se podía ser
extremadamente feliz sin haber estado extremadamente triste. No distingue lo
dulce quien no probó lo amargo. Lo vi, lo entendí, lo acepté y me lo tatué bajo
la piel. Me sentía particularmente feliz. Había sacado lo más útil de la miseria,
y no, nunca me prometí que no volvería a caer, podía suceder. Puede que algún
día vuelva al fondo de ese pozo, puede que vuelva a llorar como un bebe recién
nacido y que patalee caprichosa porque crea no merecerlo. Puede incluso que me
vuelva a odiar a mí misma por ello. Pero no tengo miedo, pues sé que a la
vuelta me espera mi refugio y mis momentos. Y créanme, eso es todo lo que uno
necesita para sentirse bien.
Lo grande, vaya si nos vendieron una mentira, lo grande se va
formando cuando se suman las partes. No hay grande sin pequeño.
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