No creo saber a qué esté atado y quien lo designe. Y me
reservo mis teorías para no entremezclar las propias creencias con lo real,
pero, puedo asegurar que uno se tropieza con la piedra hasta que aprende.
Los pasos que nos llevan hasta las piedras son tan
personales como inconscientes. Con miedo o sin él, dudosos o decididos, nos
paramos frente al camino, paso a paso. “Un tropezón no es caída” nos consuelan
la primera vez. Algunos toman esa experiencia como un aprendizaje al primer
error y continúan incluso con raspones en las rodillas. Otros caemos de manera
estrepitosa intentando frenarnos con las manos (Hagas lo que hagas, levantate).
Sólo con el dolor de la caída pudimos notar la presencia de aquella piedra y
muy confiados damos pasos firmes para seguir. La misma piedra, la caída un poco
más fuerte, un golpe que resuena (adentro, donde están los sentimientos).
Preguntarse a uno mismo puede atemorizar, es más fácil jurar un nunca más y
levantarse tembloroso. Pero el paso es más dificultoso, la piedra más grande,
las piernas más torpes, los ojos ciegos y ya la caída parece voluntaria. Un
poco ese dolor que sentimos lo padecemos, y otro poco lo apreciamos. ¿Qué está
tan bien aquel mal que no podemos (o queremos) seguir? ¿Acaso tenemos anudada
la piedra a los pies?
Siempre hay voces, conciencias que no son la nuestra, que
nos quieren ayudar, manos voluntarias que nos levantan, brazos que nos
abrazan mientras nos secan cuidadosas las lágrimas. Y nosotros, enceguecidos,
lastimados, furiosos (con nosotros mismos) vacilamos y avanzamos. ¡Qué gran
soberbia! ¡Qué gran error! Nos atrevemos a avanzar sin enfrentar la pregunta
interior. Por supuesto, somos más fuertes. Por supuesto, caemos mejor. Pero
caemos, al fin. ¿Qué más le falta a este lacerado cuerpo sufrir para cuidarse?
¿Qué buscan estas ilusiones ciegas encontrar en el fondo del suelo al tropezar?
¿Qué están intentando estas ganas de fallar siempre igual? Con sollozos
caprichosos no se va a solucionar. Seguir sangrando por la herida no nos va a
curar. Para verlo primero hay que reconocerlo, para aprenderlo hay que
padecerlo.
Un poco locos, asustados, quebrados y con el orgullo herido
lo enfrentamos, la pregunta ¿Por qué apostamos por una piedra que no nos da un
lugar firme en el que pisar?
La respuesta es tuya. Es mía. Es suya. Es propia. No importa
qué ojos la vean si son los nuestros los que la deben aceptar. Algunos cobardes
acotan “la verdad duele”, deberían saber que más duele tropezarse con la
mentira una y otra vez.
No lo niego más, ya no vuelvo a tropezar. Esta batalla no la
gané, la aprendí. De esta guerra me llevo las heridas como lecciones de la vida.
No me asusta volver a errar, pero no vuelvo en esta vida a chocar contra esa
piedra, ya muy chica, ya muy obvia, ya muy resentida. Que vengan otros tiempos,
otros errores y otros aciertos. Que me jueguen las cartas del azar. Con el
cuerpo encogido de dolor, los ojos todavía húmedos de llorar, me voy, entendí
que se puede seguir el camino, se puede ver cuando uno decide mirar, se puede
enfrentar cuando se tiene el coraje suficiente de saber la verdad.
Los fallos
son nuestros, propios, seguirá tropezando quien vea culpable a la piedra.
La piedra no se va a mover de su lugar, no se va a achicar
para dejarte pasar, no va a cambiar para dejar de ser piedra. La piedra solo es
la experiencia que te va a quedar.
Te tropezarás, me dijo la vida, tantas veces como sean
necesarias para que entiendas qué grande sos y qué chica es la piedra.